Por Augusto Reinoso Orlandi 

Entre los árboles y edificios de la Avenida Alem, gris e involuto, se asoma con su tanque de agua cuadrado y sus paredes recubiertas con ladrillos a la vista, el edificio sin terminar de la Belgrano 36. Es nada menos que una postal conocida y mucho más que un esqueleto de hormigón para los taficeños. Es el proyecto de un visionario. Es el recordatorio de lo invisible en su forma más visible e imponente. Es, hoy, un hogar de bichos y otras alimañas. Es el temor del derrumbe inminente. Es el gris del olvido.

Todo ese gigante de cemento nació de la cabeza de Pedro Zarzosa (padre) luego de terminar de construir la que en ese tiempo se llamaba la Galería Alem, y que hoy conocemos como Galería Zarzosa, a partir de un deseo primigenio que susurraban los asistentes al café y las amas de casa en los almacenes: Tafí necesita un hotel.

Fue entonces que en 1973 Don Pedro se embarcó como empresario de la hotelería sin estar seguro de como terminaría: bajo la dirección de ingenieros y arquitectos se planteó construir un hotel de altura con 40 habitaciones, tal vez con dos camas cada una, la planta baja y 5 pisos, en el corazón de la Avenida Alem y muy cerca del cine Metro. Hizo las excavaciones manualmente con un pelotón de obreros, cambiando la tierra por ladrillos, sacando el ripio del río y la arena de su propia finca. Sumó a su hermano al proyecto y le pidió que compre el terreno de la esquina para hacer un estacionamiento, funcional al futuro hotel. Ante la contienda financiera que significaba levantar muros, vendió un auto para comprar las estructuras de hormigón y se financió lo demás con lo que ganaba del bar de la Galería y lo que le daba la finca. Pero no fue suficiente.

La obstinación lo llevo contra su naturaleza a pedir ayuda: en esos años recibió promesas de cooperación de la Municipalidad -como la exención de impuestos que ya había conseguido para construir la Galería- y del Centro de Comerciantes, pero quedaron solo en eso, en promesas. Sin saber cómo y resistiéndose a ello, decidió acudir a la provincia apelando al potencial turístico del edificio y confeccionó una carpeta donde explicaba todo su proyecto junto con todos los demás documentos exigidos, para que luego se transformara en un expediente administrativo que se perdió en alguna montaña de papeles, en la más terrible burocracia, al igual que su sueño. La obra se paró en 1981.

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Hoy esta tal cual Don Pedro lo dejó. -No tengo idea como logró hacerlo – dice su hija Julia, que me enumera las adversidades del proyecto. Ahora las cañerías de plomo y el espacio desmedido para un ascensor antiguo no sirven, y sus hijos se encuentran en la encrucijada de terminar el sueño heredado de su padre ellos mismos: – Pasa que por ahí nosotros no compartimos ese sueño- dice Pedro Zarzosa (hijo), que recuerda la obstinación de su padre y lo difícil que era persuadirlo cuando se le metía una idea en la cabeza. Y eso era esto, una idea difícil de matar, porque: -«luchó contra muchas adversidades para empezarla y después para llegar a donde llegó, y eso no lo hace cualquiera-» reconoce Julia.

Sin saber verdaderamente lo que se pretendía del edificio, los hermanos son ahora los responsables de mantenerlo en pie: ingenieros de la universidad examinaron la obra para determinar si tenia algún defecto estructural y lo cierto es que esta en optimas condiciones, sin desperfectos de inclinación o riesgo de derrumbe. Nuestra torre de Pisa.

Ante la consulta, Pedro dice que demolerlo es un despropósito; y ciertamente el edificio está a un 50% con materiales para continuarlo. El edificio se resiste a cambiar de manos: sigue siendo propiedad de los hermanos Zarzosa que ademas, incluso ellos, prefieren que se quede inmóvil en el limbo de su acervo antes que dispuesto para otro destino cualquiera: sienten que dejar ir al edificio seria dejar ir una parte de Pedro, como si su esencia fuera ahora de ladrillo fundido, alambres y cemento.

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No sólo asombra su imponencia, sino también su misterio: su forma decididamente rectangular y su altura desafían las advertencias sobre los edificios en zonas sísmicas y parece el diseño de un obsesivo: ascienden impasibles hasta su techo y no revelan ningún otro tipo de angulo que no sea recto.  A causa de los reiterados robos, el acceso es imposible: la entrada esta amurallada con ladrillos y solo se puede acceder por detrás, donde se ingresa al primer piso, con una escalera. Los marcos donde estarían las ventanas nos miran desde la negrura: el interior del edificio es finalmente indescifrable desde afuera, a cualquier hora.

Aunque pueda ocultar su interior, no puede ocultar su figura entre los demás edificios de la avenida, sólo nos son invisibles sus entrañas, pero no puede impedir que lo miremos -o por lo menos que nos mire a nosotros la estructura del tanque de agua, que se asoma como una cabeza desde atrás de los tarcos- y pensemos en todas las cosas que pudo haber sido o en qué le habrá pasado para no haber sido, para quedar así, inconcluso y abandonado. La vista desde la azotea es la mejor que se puede tener de la ciudad, de los talleres, el cerro y las rutas, porque uno estaría mirando indudablemente de la estructura más alta de Tafí Viejo.

Pero nuestro gigante representa un Tafí Viejo antiguo con ganas de ser grande y moderno, con esperanzas de progreso, cosas de otros tiempos. Representa hombres con una capacidad emprendedora poderosa y proyectos visionarios, capaces de ofrecer su economía, su renombre y astucia a cambio de sus proyectos. También representa el reproche a los nuevos ciudadanos, que alguna vez pasamos por su vereda pateando algún pedazo de ladrillo, que lo miramos y pesadamente pensamos: – ¿Cuándo van a tirar esto?

Dicen sus hijos que Pedro murió mirando el edificio. Su último lecho tenía un ventanal enorme desde donde podía verlo y pasar largas horas reflexionando ¿cuáles habrán sido sus deseos? nadie lo sabe, ni lo sabrá nunca. Tampoco sabremos ciertamente porque se paró la obra: aún con la falta de fondos, el desinterés de gobierno y del sector público, las adversidades familiares y su destino poco claro, Zarzosa continuaba insistiendo en terminarlo, y su único enemigo finalmente fue su finitud. Lo que sabemos es que su obstinación y su ideal emprendedor sólo pudieron dar como fruto un monumental coloso, perfectamente recto, que aún dormido, parece llenarnos de misterio; y aunque ninguna calle de nuestra ciudad lleve el nombre de Pedro Zarzosa, su legado sigue siendo gigante.

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